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EL PRESAGIO. HUMO APACHE. El RETÉN. GAS PIMIENTA. LA ESCARAMUZA. GRANADAS VOLADORAS. UNA VULGAR PEDRADA. MARTHITA ADAME. OJOS ROJOS.

2020-07-20 05:25:50 | El Pionero

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Como un domingo veraniego cualquiera, decenas de familias enfilaron sus autos hacia el remanso de las Vírgenes, presa que es recreo y es sustento, la que regala brisa y vida, la que baña y fruta la tierra.


    

Un domingo de julio como otro, si acaso con dos o tres grados más de temperatura de lo habitual, aunque a la vez un tanto abajo de los cuarenta  habituales en está época del estío, gracias a los primeros aguaceros que han empezado a lavar el mundo.

A  poco rodar, sabríamos después, varios automovilistas empezaron a desconfiar, a olfatear algo inusual, algo extraordinario. En el aire caliente privaba una sensación como de miedo, con el olor oprobioso de lo desconocido. En términos rancheros,  un presentimiento. Un presagio, diría el profe de español. 

Raúl, el moreno reportero que guía el automóvil en el que vamos a corroborar un mensaje de texto que hace rato me envió mi hijo Riky en el sentido de que en Las Vírgenes sucedía algo raro, con la sagacidad y malicia que adquirió en sus viejos días de policía judicial, cuando venteaba el peligro, da un súbito volantazo y, orillándose a la orilla, consulta la pañosa pantalla de su cel.

 No encuentra nada inusual y vuelve a tomar carretera, con el rancho Las Alicias a la izquierda. 

Al pasar a la altura de La Garita, admirando el verdor del campo dormido de calor, con el achicharrante sol lanzando rayos de lumbre, de nuevo cree ver visiones  y otra vez tuerce el camino.  Da un enérgico zapatazo sobre el freno y se alinea en la cuneta que divide la cinta asfáltica de la orilla de una labor feraz sembrada de alfalfa. 

Su tel no le reporta nada y sube al pavimento chiflando una rola con muy mala entonación.

Pasamos el entronque a Satevó y, a pocos metros,  sin consultarnos ni con la mirada, caemos en la cuenta de la desazón que lo trae inquieto, inquietud que me ha contagiado: no es hora de que los paseantes regresen al sopor de la ciudad, y durante todo el camino, desde la granja de los Blake, nos hemos venido encontrando camionetas y autos como si huyeran de algo.

Ya ciertos de que no será un domingo cualquiera, aguzamos los sentidos a la busca de la sorpresa que, sabemos, nos espera a la vuelta de cualquier curva.

Divisamos, pardo y adormilado, el Cerro Bola y a la distancia la sierra de Rosales. Volteo hacia las Granjas El Valle y creo ver una humareda, como si fuera un correo apache. Un incendio propio de la temporada. De eso se ha de tratar, razono pensando en René de Santiago, dueño del predio. 

 Medio kilómetro adelante casi chocamos con el primero de una larga hilera de carros y trocas estacionados a ambos lados de la carretera

Hemos llegado al lugar en que el presagio se hace realidad.

A poco de caminar, con nuestro carro abandonado en la cola de la cola, le pregunto a un compa que, rojo del sol, se empinaba un bote de agua.Le pregunto que qué sucede y entre trago y trago me dice que más adelante está un retén de la Guardia Nacional. “Ya se están robando el agua”, completa la información, y se pierde detrás de un arbolito a desahogar una necesidad corporal menor. 

“Adelántese un poco, quítese el tapa boca y devuélvase hablando para grabar y subir un video”, me instruye Raúl.

Así subimos el primero de varios de ese domingo decididamente atípico. 

 A pocos metros del retén, que está casi al borde del Canal Principal, vemos una amenazante sombra azul blindada con escudos de los que usan en las manifestaciones para contener a los manifestantes. Son los soldado de la Guardia. 

Delante de ellos, un grupo de hombre y mujeres exaltados, sudorosos, furiosos. 

A sus espaldas, dos, tres tractores de los grandes, un monstruoso caterpillar con el motores apagado. 

Nos acercamos hasta casi rozar a los gendarmes, que nos miran entre indiferentes y amenazantes. Un muchacho gordo les está  echando un discurso acerca de sus deberes como mexicanos, pidiéndoles que no repriman al pueblo, que ellos son pueblo. Lo ven sin verlo. 

En la primera fila de la  tropa, el ojo avisor de Raúl ubica a una joven trigueña, bajita y delgada, muy joven, como indefensa.”No se  crea, lic. Que no lo engañe su aspecto de niña buena. Ha de ser una una fiera”, me advierte entre misógino y conocedor de la naturaleza humana.

El ambiente es tenso, el aire se ha espesado.No se mueve la ni una hoja de los árboles que circundan el lugar del topón. 

Estamos medio mareados por el tremendo calor. Nos avispa el ruido de disparos lejanos, que nos llegan como un eco aletargado.Del otro lado del río, de donde provienen los estruendos, se levanta, otra vez, humo apache. “Son disparos de goma y granadas de gas”, comenta una señora vestida para una fiesta, impecable su apariencia, de tacón alto incluso.  

Busco un declive del terreno con vista hacia los autos que hierven al sol. Me arrimo a un mezquite que debido a la sequía no dio frutó y desde ahí soy filmado nuevamente, confiando en que haya señal tanto por lo irregular del piso como por alguna artimaña tecnológica que hayan urdido para cortar la comunicación. 

Son minutos eternos, tensos. Una aura vuela en las alturas. Se escucha el canto de un pajarito. Una moza de buen ve, vestida a la vaquera, se retoca el rímel.

De pronto alguien grita:”Llegó el inge, llegó el inge”, y el ingeniero Valles se sube a una camioneta e informa de las negociaciones que se efectúan en la presidencia de Rosales. El mueble que le sirvió de tapanco sería requisado y el dueño, el colega Omar Camacho, acusado de ser de los organizadores. Dice el ingeniero que Pepe Ramírez, Chuy Valenciano, Chava Alcántar, Mario Mata y otros dirigentes agrícolas y políticos, han hablado con un general y que éste, avalado por el Gobierno del Estado, ha aceptado un arreglo provisional en el sentido de que no se van a abrir las compuertas de la presa, en tanto se fija algo definitivo para el martes.

 Hace una pausa como esperando  aplausos. Pero en vez de palmas escucha reclamos, exigencias de que el tal general venga aquí, al lugar de los hechos, a la primera línea, a retirar  la tropa que impide el paso hacia la presa de todos.

En eso se escucha el motor del caterpillar y su cuchilla delantera, filosa y pesada, apunta hacia los milites, que ni así se conmueven.  Siguen firmes e impávidos bajo el sol, aunque en las filas traseras se otea un movimiento amenazante, como si preparan algo. “Nos van a gasear, lic”, me advierte Raúl, veterano en esas lides. 

No bien habló sucedió: nos gasearon con gas pimienta, con granadas que volaban dibujando una estela de humo, trayendo un olor espantoso que al instante nos hizo llorar, casi asfixiándonos, quemando la garganta. 

Un compa de camisa azul vaquera se agacha y toma piedras. Con brazo de pitcher las lanza hacia los soldados, que responden igual. El cielo se nubla de humo y pedruscos cayendo y haciéndonos huir.

Raúl no suelta el celular y graba la escaramuza.

 Yo, medio ciego y con el tapa boca enredado en el pescuezo, corro a su lado. En eso siento  un golpe en la parte baja de la pierna derecha y cuando acuerdo estoy en suelo sintiendo un dolor intenso.”Ya me balacearon”, pienso tocándome el pantalón, creyendo que vería mi mano roja en sangre. No fue algo tan heroico: una vulgar pedrada me rozó y por poco me deja cojo. 

Un joven reportero se agacha y me levanta en peso ayudado por un cuate igual de generoso y entre los dos me empujan hacia la orilla de un barranquito, donde resbalo casi hasta el fondo. Entre parado y caído, con el vuelo del resbalón, veo a Marthita Adame que me adelanta, pero tropieza y cae. Con la fuerza del miedo y la adrenalina me inclino y la ayudo a levantarse.

Sintiéndome a salvo me preocupo por Raúl. Vana preocupación: sin darme cuenta y no obstante su tonelaje, de veloz manera me había rebasado y me esperaba metros adelante. Tanteando que le iba a reclamar por haberme dejado en el suelo, me dice tallándose los ojos rojos:” No crea que no lo grabé. Al rato subimos el video de cuando lo tumbaron.”

De regreso en la ciudad, estoy seguro, a algunos el confinamiento domiciliario de Gatell ya nos nos pareció tan peor. 

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